Notas al programa. Sobre el Homenaje a la Generación del 27 y el 250 Aniversario de Beethoven

En este programa encontramos dos obras en las que confluyen dos pueblos hermanos como México y España a través de la figura de dos poetas de la generación del 27. El primero de ellos no sólo es el miembro más famoso de este grupo sino acaso el literato más célebre del siglo XX en nuestro país, el granadino Federico García Lorca. Cuando fue asesinado, a los treinta y ocho años de edad, Lorca era ya una celebridad en Argentina, dándose el caso de que la gente lo paraba por la calle en Buenos Aires. Igualmente, su nombre ya sonaba con fuerza en México y Cuba, pero siempre como autor dramático más que como poeta. La noticia del crimen pronto rebasaría nuestras fronteras, llegando hasta México, donde causó una gran consternación al compositor Silvestre Revueltas. Si bien nunca llegó a conocerle personalmente, Revueltas fue uno de los tempranos admiradores de su obra poética en América Latina. De hecho, su reacción a la noticia de la muerte de Federico fue manifestar su adhesión a la República Española y viajar a nuestro país, donde llegó a dirigir un concierto en Valencia mientras la aviación franquista bombardeaba el puerto de la ciudad.

Sorprendentemente, el Homenaje a Federico García Lorca había sido iniciado unos meses antes de la muerte del poeta, como en una suerte de pálpito, pues a Revueltas le gustaba recitar de memoria algunos de los versos lorquianos a los que también puso música. Vista hoy la partitura que nos ocupa, se cree que es probable que los movimientos primero (Baile) y tercero (Son) ya estuvieran escritos cuando el compositor supo de la trágica noticia, de ahí que el único que alude a esta circunstancia sea el Duelo central, que posee reminiscencias de la música andaluza, en tanto que el carácter de la obra es eminentemente mexicano. Los tres movimientos están dominados por la forma ostinato. Revueltas fallecería alcoholizado en 1940, a los cuarenta años de edad y apenas llegó a ver las formidables dimensiones que adquiriría para la posteridad y la cultura hispana la figura de Lorca, pero esa grandeza ya se aprecia a la perfección dentro de su partitura. El músico gustaba de explicar el sentido de la obra a través de unas palabras de su amigo Juan Marinello: “Cada vez que oigo el lamento de Silvestre a la muerte de Federico se me hace más afilado, más heridor, el relieve de su mensaje. No hay dudas de que sólo el pueblo puede engendrar este grito contenido, este desgarramiento de viejas raíces destrozadas; pero sólo una sensibilidad de suprema jerarquía puede alumbrarnos este tesoro soterrado”.

El siguiente poeta del 27 presente en este repertorio es José Bergamín, cuya obra es menos conocida actualmente que la de otros colegas suyos de generación, como Alberti, Alexandre o Cernuda, y que destacó por ser uno de los autores más experimentales del grupo. Como en los años 20 los escenarios se rendían a los ballets surgidos al rebufo del gran éxito obtenido por la compañía de Diaghilev, Bergamín elaboró en 1926 un libreto bajo el título de Don Lindo de Almería, que según sus propias palabras “es una parodia de sainete, un álgebra irracional, simbólica de sensaciones puras, desconceptualizadas, un pretexto imaginativo y caprichoso, una cromoterapia de sainete andaluz”. Su idea era que Falla le pusiera música, pero el maestro rehusó amablemente y se cree que le recomendó a uno de sus discípulos, Rodolfo Halffter, si bien era el hermano de este, Ernesto, al que se consideraría siempre el más directo depositario de las enseñanzas del autor de El amor brujo.

Rodolfo aceptó la propuesta, que en un programa redactado en 1940, en México, describe así:
“Reducidos a jeroglíficos, en rápida sucesión de escenas, desfilan muchos personajes del diario acontecer andaluz del presente siglo: la beata, como el cuervo, de luto perenne, la mocita de talle de nardo, con un clavel siempre prendido en el cabello; la inevitable pareja de la guardia civil; los tres curas de la buena suerte; el intercesor San Antonio, que suele apiadarse de las jovencitas sin novio; el torerillo que, según la copla, aparece bordado en los pañuelos, rodeado, como el famoso matador Reverte, por cuatro picadores; las mulatas con sus vistosas batas de volantes; la cacatúa, heredera del imperio ultramarino hispánico, diluido éste en ritmos de guajira y habanera, en melodías teñidas de languidez y melancolía o llenas de coquetería y voluptuosidad. Y, por último, el protagonista: Don Lindo, viejo y noble caballero, enjuto y de tez aceitunada. Se presenta en escena, caído del cielo y enviado por San Antonio, para casarse con la mocita. Para luego descasarse de ella, cuando el torerillo surge en el ruedo pasional de la esposa casquivana. Con el corazón hecho añicos, Don Lindo, para quien vivir es necesidad de olvidar, regresa a los cielos, lugar apropiado para resucitar el recuerdo, sobre el cerdito que cabalga, atravesado éste por el fatal estoque del torero, y que le trae a la memoria su San Andrés hogareño”.

Halffter se plegaría al neoclasicismo, siguiendo así la tendencia stravinskiana surgida a raíz de Pulcinella, pero recreándose en la raigambre popular de la copla, la habanera y otras formas que procurasen color español al conjunto. Lamentablemente, ni él ni Bergamín lograron atraer a Picasso o Joan Miró al proyecto y pronto se antojó imposible estrenarlo en España. Finalmente, vio la luz en forma de suite el 13 de marzo de 1936, pocos meses antes del estallido de la guerra. Adolfo Salazar realizó una crítica positiva de esta suite, para cuerda y percusión, destacando que “Guajiras, sevillanas, pasodobles y demás "atrezzo" del nacionalismo andalucista aparece machacado en el mortero del laboratorio, mezclado secundum artem y reducido a pequeñas pastillas”.

Sin embargo, la suerte sería adversa a Don Lindo de Almería. Su música sonó en París, en 1937, como representación de la España republicana en la misma exposición en la que fue presentado Guernica de Picasso. La prensa francesa alabó la partitura, destacando su “violencia contenida” y “buen humor barroco”, pero nada de esto llegó a nuestro país.
El exilio de sus autores a México propició que viera allí la luz ya en forma de ballet, con la bailarina estadounidense Ana Sokolov. La prensa recibió cálidamente la obra, y los más importantes compositores mexicanos, como Blas Galindo, Carlos Chávez y Silvestre Revueltas, estuvieron presentes en el estreno. Sin embargo, después de este, Don Lindo de Almería se sumió en un olvido similar al que experimentaron la mayor parte de las obras de los compositores españoles de esta generación, con especial hincapié en los del exilio.

El presente programa concluye con el Concierto para piano nº 4 de Ludwig van Beethoven. Cima del género, va mucho más allá de las formidables audacias del Concierto nº 3, donde ya empieza a soltar los lastres de las hermosas simetrías del clasicismo. Beethoven se lo dedicó a su joven alumno el archiduque de Austria y comenzó a escribirlo a la vez que la sinfonía Eroica, en 1802, pero no lo dio a conocer hasta el 22 de diciembre de 1808, en el Theater an der Wien. Beethoven aceptó ofrecer un festival con sus obras de más de cuatro horas de duración, que acabó resultando interminable para los presentes. Fue aquí cuando estrenó las sinfonías nº 5 y 6, la Fantasía Coral y otras páginas. Ya completamente sordo, el músico insistió en dirigir el Concierto nº 4 desde el piano, lo que resultó un desastre, pues con sus aspavientos de ira, motivados porque la orquesta no lo seguía, no hacía más que tirar el candelabro que lo iluminaba.

El público supo apreciar otras de las obras, pero este concierto fue olvidado y sólo se rescataría pocos años de la muerte del autor. La presentación del tema inicial, en el primer movimiento, directamente por el solista, dejando de lado larguísimas introducciones, constituyó una innovación que sería luego muy imitada. El vigor y la bravura de este tema llegaron a ser comparados con el que introduce la Sinfonía nº 5. Respecto al adagio central, es el gran movimiento de la obra, con un diálogo entre la orquesta y el piano de un hermoso patetismo tal que Vincent D’Indy lo describió como “la lucha de dos personajes de carácter antagónico”. Todo esto conduce a la más lograda cadenza compuesta por Beethoven. El movimiento final es un “rondo vivace” en el que, sin renunciar a las resoluciones concertantes tradicionales, Beethoven enriquece de tal la forma, hasta hacer preguntarse al oyente, sin que a este le importe, si no está escuchando una más de las geniales sinfonías de este creador.

Martín Llade

 

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