Casa de la Memoria
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EXPOSICIÓN LA SEVILLA FLAMENCA: UNA MIRADA ROMÁNTICA 

FLAMENCO Y ROMANTICISMO

Rocío Plaza Orellana

Durante el romanticismo se consolida el espectáculo flamenco. Las circunstancias políticas y económicas derivadas del largo y convulso gobierno absolutista de Fernando VII, y el rechazo hacia los bailes populares que los predicadores desde el siglo XVIII habían instalado en la sociedad sevillana, confinaron a sus bailes y danzas germinales dentro de ámbitos privados, debido a las prohibiciones que impedían que pudieran exhibirse en los teatros de la ciudad. Este aislamiento les imposibilitó desarrollarse más allá de los entornos privados. La llegada del nuevo régimen liberal, las nuevas oportunidades económicas que surgen con los nuevos negocios bursátiles e infraestructuras, la instalación en la ciudad de numerosos residentes extranjeros, su inmediata conversión en destino turístico y el fortalecimiento de las clases burguesas, no sólo favorecerán sino que contribuirán a la creación y consolidación del espectáculo flamenco en Sevilla a lo largo del siglo XIX. 

Fue a lo largo de la década de 1840 cuando emergen entre las memorias de los viajeros extranjeros las primeras experiencias en fiestas particulares. Estas fueron preparadas por los cicerones y los maestros de bailes con bailes de jaleos y boleros. En estos años y en paralelo los pintores locales y extranjeros residentes en la ciudad crearon el tema de los bailes españoles y flamencos dentro del género de costumbres; también apareció la primera academia de bailes, la de Miguel de la Barrera; se inició la industria turística del suvenir desde un ámbito artesanal, con productos derivados de los espectáculos de bailes, como las castañuelas, los panderos, los abanicos, los mantones o las mantillas; o comenzó la expansión internacional de los bailes españoles y flamencos gracias a algunas de las bailarinas más importantes de Sevilla, como Manuela Perea “La Nena” en Londres, o Petra Cámara, en París. 

Los espectáculos de bailes de Sevilla que surgieron durante el romanticismo, tanto en las academias de baile, en los corrales como en otros salones alquilados para la ocasión, se mantuvieron y se desarrollaron a lo largo del siglo XIX gracias al sustento económico de los grupos de extranjeros que residían o visitaban la ciudad. Los preparaban maestros de bailes como Félix García, Miguel o Manuel de la Barrera, Amparo Álvarez “La Campanera” o Luis Botella, quienes imprimían en unas hojas de color rosa que entregaban en los hoteles, la fecha de los espectáculos, el lugar de la celebración, los nombres de los más destacados artistas y los bailes que se iban a interpretar; que a su vez anunciaban en los periódicos para los aficionados locales.

Dos tipos de espectáculos se contrataban en Sevilla durante el romanticismo: los conocidos como bailes de palillos y los bailes de gitanos. En ambos se ofrecían repertorios de la escuela bolera como los fandangos, boleros y seguidillas o bailes de jaleos, el Olé y el Vito. Los bailes de boleros se distinguían por el uso de castañuelas y por su ejecución en pareja; mientras el Olé o el Vito, los más demandados, los ejecutaba una mujer sola, sin castañuelas. 

Estos últimos, el Olé y el Vito, junto con otros bailes como el Manguindoy, se diferenciaban de los bailes boleros porque las bailarinas incorporaban en su ejecución pasos que desprendían la sensación de ejecutarse con la naturalidad que emana de la improvisación espontánea. La sensualidad y el erotismo que algunas bailarinas impregnaban a algunos movimientos los convirtió en danzas de un gran atractivo para la sociedad burguesa liberal romántica. Habían estado prohibidos en Sevilla por la corriente puritana religiosa que se impuso en la ciudad desde el siglo XVIII, por lo que se incorporaron a la fiesta romántica con el atractivo de su carácter clandestino y por la exuberancia y voluptuosidad que desprendían. 

El baile del Olé como el del Vito se caracterizaban por la utilización de un sombrero castoreño que la bailarina tomaba de uno de los hombres durante la danza, y con el que bailaba realizando figuras, pasos, desplantes e incluso mímica hasta que terminaba colocándoselo sobre la cabeza. Este juego de interrelación entre la bailarina y el grupo de acompañamiento, a través del sombrero, se convirtió en el más solicitado durante el romanticismo. Destacaba por el constante alzamiento de la falda de la bailarina para visibilizar los zapateados; los rápidos movimientos de los pies y el lanzamiento de los sombreros de los hombres que jaleaban el baile al aire mientras gritaban: ¡olé! 

El Vito, también muy demandado por los clientes de las fiestas particulares y de las academias, añadía otra característica: la bailarina en un momento de la danza se subía sobre una mesa y taconeaba sobre ella, entre los vasos de los acompañantes. 

Estos bailes se encuentran con sus pasos en el germen del flamenco. El Olé y el Vito, junto con los bailes boleros, constituyeron el repertorio habitual de las fiestas, junto con otros bailes nacionales como las jotas. La pintura de costumbres con escenas de danza, creadas durante el romanticismo, se representa con una iconografía en la que aparece: una pareja con castañuelas en las manos para el repertorio bolero; y una mujer con un sombrero en una mano o colocado sobre la cabeza, con parte de la falda levantada con la otra y con el suelo cubierto de castoreños a sus pies en los bailes de el Olé o del Vito.

Estas pinturas de bailes se crearon durante la década de 1840 para una clientela formada por visitantes extranjeros y por las nuevas clases burguesas. Un producto artístico que se desarrolló en paralelo con otros elementos imprescindibles para estos espectáculos de bailes: castoreños, castañuelas, panderos, guitarras, fajines o chaquetillas. La demanda de los bailes en Sevilla ante el incremento del turismo, incentivado por la inauguración de las líneas ferroviarias que enlazaban con Madrid y con Cádiz en la década de 1860, y  especialmente a partir de la década de 1870, cuando se incorporaron los viajes organizados de la agencia británica de Thomas Cook, multiplicó la clientela. Con el incremento de la demanda turística se incentivó la creatividad de nuevos pasos. Entre la variedad de nuevos bailes se impusieron en las creaciones artísticas y artesanales aquellos que los maestros de baile coreografiaron repitiendo la exitosa fórmula de bailar con prendas y objetos. A lo largo del siglo XIX se incorporaron los capotes de toreros, las mantillas, los panderos, los mantones de Manila o los abanicos. 

El interés por adquirir objetos que recordaran las experiencias vividas en la ciudad en torno a los espectáculos de danza, efímeros y fugaces, incentivó la creación de productos turísticos, souvenirs que reflejaban escenas de danza en objetos y prendas que se utilizaban también durante el espectáculo. De esta forma los abanicos, las castañuelas o los panderos con escenas de baile se convirtieron en objetos-recuerdos, souvenirs de la ciudad. La difusión de la fotografía, y de la tarjetografía postal desde finales del siglo XIX y a comienzos del siglo XX, sumarían un nuevo souvenir, el de la imagen fotográfica de los bailes, que a pesar de la verosimilitud e inmediatez que aportaban, convivirían con los que el romanticismo había creado. Estos antiguos objetos que construyeron el baile flamenco gozarían de gran vitalidad y de un renovado interés por el valor artístico y artesanal que ofrecían frente a las producciones en serie, industrializadas, y a la reiteración de las imágenes fotográficas que difundían las tarjetas postales.

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