Vivo en nombre de los caballos habla, desde la extrañeza y el asombro de vivir, de la posibilidad de un erotismo no como cima rebosante y vigorosa sino a ras de suelo: en la raíz de la insuficiencia. Plantea escenas y momentos que se insertan en un anti-heroísmo de lo cotidiano, escenarios fugaces donde el individuo interactúa con el mundo, con su mundo, levantado sobre pilares sacrosantos: familia, matrimonio, paternidad. En la observación de estos breves cuadros la voz lírica se hace múltiple y escurridiza, ni elude el goce de lo subversivo ni teme enfangarse en el impulso trascendental, aunque en ambos se deleite. La realidad es una intimidad, viene a decirnos, algo impuro y volátil que moldeamos adentro.
Esta voz, inquisitiva y desmitificadora, nace de la insuficiencia como principio vertebrador de la experiencia humana. Afilada en la circunstancia social y en el rigor de la relación familiar y conyugal —allí donde somos vulnerables y egoístas, donde somos lo que somos: contradictorios e idealistas, frívolos y espirituales—, exhibe su interés en (la obsesión por) el cuerpo, la fugacidad y lo concreto, por todo lo que espuriamente se nos vende como porciones finitas de lo eterno. El suyo es un discurso de lo poco. Abrupto y lírico, fragmentario y alucinado, disfrazado de elegía pero que en absoluto desprecia la ironía o la parodia. Siempre obsesivo y evocador, un discurso a menudo construido sobre el diálogo ficticio (yo-tú, individuo-mundo) que enmascara el verdadero monólogo (yo-yo) en su capacidad lúdica y en su rumor de ruido blanco, de oleaje infinito.
Este libro parte de un concepto de la poesía como cauce de expresión pero también como terreno de búsqueda y experimentación, un proceso de indagación en el propio yo, epítome del sujeto moderno escindido que, pese a confesarse materialista vocacional, intuye (anhela) un doble fondo con forma de jaula o paraíso: la jaula de sus recuerdos, deseos y obsesiones; en el paraíso, el insoluble enigma del otro, ese imperativo ontológico. El resultado es un elogio del fracaso que también se despliega como ejercicio de aspiración a la belleza. El resultado son unos poemas que se nutren de la vida y que están dispuestos a exonerarla, a reconciliarla consigo misma. Unos poemas que invitan a declararnos culpables: del imperdonable gozo de vivir entre el asombro y el dolor.