El parteluz, aunque surge en mi poética a partir del visionado de las puertas de las iglesias fernandinas cordobesas, tiene, en este libro una acepción muy particular, aunque entroncada con el concepto artístico de “pilar que divide un arco en dos”. Este Parteluz es el guardián, el vigilante que, situado en el pórtico, en el zaguán, da acceso a un mundo silencioso, donde las mujeres esconden leyendas; fábulas de la Andalucía secreta; relatos que vienen de antaño; apariciones fantasmales de un Lorca agonizante. En ese mundo, casi conventual y catedralicio, se imponen las velas, los susurros, las conversaciones de los patios y las rejas, los ojos que miran sin ser vistos. El parteluz separa el día de la sagrada noche, en la que desvelo intimidades y guerras personales; añoranza por las tres ciudades donde eché raíces: tres puntos cardinales, distintos y, sin embargo, tan amados. Ciudades, cuyo nombre casi duele revelar, porque la pasión por ellas me conmina a no compartirlas. Por eso, El parteluz se aleja, en contradicción con su nombre, de las luminarias del día y se adentra en las madrugás, únicas horas para hablar de lo íntimo. Delante del reflejo de un brasero, el poemario se desbroza en murmullos, sólo abierto para aquéllos que puedan comprender los entresijos del espíritu.