El cante andaluz (II)

El cante andaluz (II)

Por J.M.Caballero. Colección Temas Españoles. Publicaciones Españolas, Madrid, 1953

28/04/2020

I

INTRODUCCIÓN AL CANTE ANDALUZ

EL PAISAJE Y LA FORMA DE VIDA DEL ANDALUZ EN RELACIÓN CON SU CANTE

Las tierras de Andalucía son variopintas y cambiantes. Los paisajes se suceden formando un conjunto que va desde la azul serenidad de las marinas con sus esteros de sal, sus arenas ardorosas y sus puertos de encendidos trajines, hasta los riscos de la serranía con sus aguas despeñadas y sus bosques opulentos. Puede decirse que en su territorio se dan cita panoramas de las más opuestas perspectivas. Esta diversidad de horizontes hace que el andaluz observe, por el imperativo de la adaptación geográfica, dentro de unos moldes temperamentales muy parecidos, una semioculta diferenciación, que depende del paisaje frente al que comúnmente viva. Las gentes del mar, enfrascadas en el azar cotidiano de los oleajes, pendientes de la problemática cargazón de las redes, reaccionan siempre, claro es, de un modo distintos que los habitantes de la montaña, sumidos en la paz de sus rebaños o en las faenas de la tala. Y ninguno de ellos se parece en el fondo, por ejemplo, al campesino que labora en las llanuras de cereales y en las huertas, o a los vendimiadores y a los vareadores de aceituna, cuyas costumbres también cambian entre ellos, según las regiones.

Esta contingencia se refleja invariablemente en la forma de expresión. Conviene recordar primeramente que el andaluz es un ser dado, por naturaleza, a la contemplación del ambiente circundante, buscando siempre en torno suyo el mayor y más paradisíaco deleite de la vida. Esta actitud que, en todo caso, es una postura inconsciente e inescrutable, es el eje principal sobre el que giran todos los demás caracteres humanos del andaluz. La antigüedad racial de este pueblo, considerado como el más viejo del Mediterráneo, hace que el hombre se conozca a sí mismo y se dé a los demás con una especie de confiado narcisismo, mitad hecho de su admiración hacia la tierra que le tocó vivir, mitad hecho de esa extraña sabiduría que le permite apreciar en su justo valor toda esa suerte de favores divinos que él cree que le alcanzan. El propio amor y el amor a la geografía nativa se reúnen en el andaluz para edificar una norma de vida lo más grata y placentera posible, norma que a él se le antoja incomparablemente ejemplar. De ello se deriva el desmedido afán de exhibición y de entrega a los otros que posee este pueblo. Y más aún, cabe asegurar que cuando canta, al tiempo que lo hace para dar salida al desbordamiento de sus emociones más caras, también lo ejecuta con la íntima necesidad de propagar y de enseñar al prójimo el patrimonio de su arte expresivo.

Esto supuesto, pasemos a analizar someramente la influencia que ejerce el paisaje y la forma de vida en el cante. Aquel que viaje por Andalucía observará que todo vive allí llevando un compás idéntico al de la música popular. La luz y la sonoridad prestan un influjo especial en el ánimo de los seres y de las cosas. Un armónico acompañamiento se derrama sobre el más mínimo aspecto de la diaria existencia. Puede advertirse fácilmente que todas las circunstancias normales de la vida hacen son, llevan el compás del cante, el misterioso y turbador compás del cante. Así, el martillo sobre el yunque o la herradura, el chirriar de los carros, el resollar del fuelle en las fraguas, el rodar de los toneles de vino, el rumor de cualquier oficio artesano, la manera de andar, incluso. No cabe duda que existe en esta tierra una vibración secreta y musical imperando sobre el devenir del tiempo. Fruto de esta soterrada y rítmica situación es la capacidad, la aptitud innata del andaluz para cantar, resumiendo en sus manifestaciones folklóricas todo el rico y casi desesperado aliento de su mundo y de su filosofía personal.

El andaluz tiende, por otra parte, al disfrute de una vida regalada, carente de trabajos y de preocupaciones; se contenta con lo indispensable para ir tirando. Y si a esto se añade su desvelo por matizar y quitar importancia a todo lo que pueda llegar a ocasionarle algún pesar, nos encontramos con que el andaluz es un pueblo inclinado, sumergido, mejor que ningún otro, en la aspiración del paraíso. En tal estado espiritual, al surgir súbitamente un atisbo cualquiera de dolor o de alegría, se siente obligado de una forma directa e inexorable a comunicarlo; quiere contar con hermosura lo que le pasa. Y la única forma de comunicación es entonces para él, fatal y necesariamente, el cante. Según una muy diversa categoría de circunstancias, ese cante toma distintos caracteres pasionales y melódicos, sin llegar, desde luego, en su más genuina interpretación, a ser nunca ni artificioso ni falso. Normalmente, cuando el andaluz dice la letra que narra sus incidencias humanas y su estado emocional, la dice mirando, por ejemplo, al campo sosegado y ardiente del sur, sintiendo dentro toda la hermosa majestad de su tierra, y entonces el cante fluye manso y triste, como el vaivén de las hojas nocturnas. Otras veces puede ser que lo haga contemplando el mar que llega a las arenas con una indolencia feliz, y en esta ocasión el tono de su voz, las modulaciones del contenido de su mensaje, se levantan gozosas y llenas de gracia. Podríamos, de este modo, ir clasificando por paisajes las diversas modalidades y los múltiples estilos de ejecución del cante andaluz. Pero ello lo dejamos para más adelante. Bástenos ahora señalar la existencia de estas numerosas variaciones referentes al aspecto geográfico.

El andaluz, normalmente, hace oscilar su vida entre los polos de lo estoico y de lo trágico. Pasar de un extremo a otro es para él cosa frecuente y fácil. Tal vez el carácter distintivo y un tanto espectacular de sus costumbres -cuyas ramificaciones, conservadas actualmente en casi toda su primitiva integridad, tienden más hacia el mundo exterior que hacia el interior- motivan esta singular predisposición del andaluz para la mudanza de sus sensaciones y de sus reacciones vitales alternando corrientemente la posible tragedia con la indiferencia más absoluta. De modo parecido, cualquier condición temperamental deja de serlo para convertirse en símbolo, cuando un andaluz encuentra una propicia compañía y se pone a cantar casi sin saber cómo ni siguiendo qué íntimos impulsos. Poco a poco su espíritu va sintiéndose libre de opresiones y principia a llenarse de un grave sentimiento de serenidad. Lo único que ya le preocupa es el mundo creado por su cante, la atmósfera frenética que originó su voz. Lo demás ha quedado relegado a un término secundario. Ni los que participan en este suceso con su real aportación, ni nadie de los que lo presencian, por supuesto, son capaces de controlar el cúmulo de extrañas y misteriosas sensaciones que entran aquí en juego. Y algo parecido, aunque en otro sentido, ocurre con el intérprete, con el cantaor, que expresa por sí el estado de ánimo de otro o hace suya la historia sentimental ajena. Cuando canta, participa entera y verdaderamente del dolor o la felicidad del prójimo, y llora y ríe como si fuera el protagonista único del tema que está expresando. No cabe duda que esta facilidad de adaptación emotiva, de tramutación pasional, es el fundamental ingrediente de la expresión del cante.

La peculiar e inconfundible naturaleza interpretativa del cante andaluz no estriba, por consiguiente, y generalizando,  en el valor intrínseco del tema. El cantaor es quien, con su capacidad de compenetración espiritual, consigue una temperatura de belleza irreemplazable. Es vano darle más vueltas. Después, es el mismo cantaor el que unifica el tema a su idiosincrasia y lo maneja a capricho en relación con su género de vida o lo adapta a sus horizontes naturales y sentimentales, creando toda esa gama multicolor e incontrolable del cante jondo. Explicarlo de otro modo sería algo así como no haber ni siquiera intentado llegar a la pulpa de su secreta y embriagada existencia.

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