El cante flamenco
No hay ningún registro sonoro que permita aventurar si el cante surgió de la soledad de un fragüero que forjara sobre el yunque alcayatas gitanas o de la alegría colectiva de un despesque. Sólo sabemos que del cuarto de los cabales y de las reuniones familiares, pasó a los cafés cantantes y al teatro, a lo largo del siglo XIX. Sus estilos han ido creciendo con el paso del tiempo, como fruto del mestizaje con otros cantos populares. Desde los cantes flamencos primitivos y básicos, donde hoy reinan las siguiriyas, las soleares, los tangos, las bulerías y las cantiñas, a los que derivaron del rico pluralismo del fandango, en una geografía que va desde Huelva a Málaga y alcanza hasta el levante penínsular con el universo de los cantes de las minas. Hasta concluir, según José Blas Vega y otros investigadores, con los palos que provienen de otros mundos musicales, desde el propio folklore andaluz, a las saetas, campanilleros, bamberas, pregones; las seguidillas castellano-manchegas que forjaron las sevillanas o, por otra parte, ciertas melodías ultramarinas como guajiras, milongas, colombianas y rumbas. Por no hablar también de cantes de autor, como la canastera, la galera o la ferreña.