Literatura y educación emocional
Conjugar literatura y emociones es algo fácil de entender para los lectores habituales de literatura, que sabemos que la literatura o emociona o no es nada. Hemos llegado a ser lectores por lo que hemos sentido leyendo, muchos ya desde pequeños, otros quizá desde edades más avanzadas. Disfrutamos leyendo, lo pasamos bien, experimentamos eso que a veces se resume como “el placer de leer”. Las emociones de la lectura pueden ser muy profundas y dejar una huella duradera, hasta el punto de que sin determinadas lecturas que hemos hecho no seríamos lo que hoy somos. Determinadas lecturas nos han marcado, y lo que leemos a veces se transforma en una experiencia tan intensa como lo que realmente vivimos.
En su sentido más profundo, la lectura se convierte en una experiencia vital que aúna dimensiones éticas y estéticas a la vez, emocionales y racionales, de identificación y de distanciamiento. Literatura y vida se confunden: lo que somos, lo que hemos vivido, resuena en todo acto de lectura; pero a su vez lo que leemos nos afecta de una manera tal que lo hace indistinguible de lo que vivimos realmente, y además nos permite vivir e interpretar eso que vivimos con más intensidad. Los buenos escritores nos hacen compartir sus visiones complejas de la realidad humana, pero no de una manera intelectual, como si fuera un tratado filosófico, sino a través de un uso del lenguaje que nos conmueve. La literatura nos hace bucear en lo más profundo de nuestro ser, nos sacude, nos hace reflexionar y medirnos con los personajes, con los conflictos humanos que viven. Para Luis García Montero (2000) la literatura es una lupa que nos hace ver lo que de otro modo nos hubiera pasado inadvertido. Los relatos literarios, dice Bruner (1986), citando a Paul Ricoeur, son modelos para volver a describir el mundo, lo representan con un aspecto extrañamente nuevo, lo rescatan de la obviedad. A las ficciones literarias les pedimos, como lectores, que den lugar a la construcción de hipótesis verosímiles sobre la condición humana.
La literatura, sobre todo, nos ayuda a conocernos a nosotros mismos, a construir nuestra identidad. Ese proceso de reconocerse en el texto es algo más que un simple mecanismo de identificación, y funciona más bien como un proceso de mirarse hacia dentro, de insight. Es el lenguaje simbólico, metafórico, que permite una toma de distancia, el que más favorece el trabajo psíquico del receptor, para el que se requiere un lector activo, que construya un sentido personal para el texto y participe en el juego imaginativo que este le ofrece. Un buen lector tiene la suerte de poder dialogar con escritores de todas las épocas, de distintas culturas, distintas experiencias vitales. Los grandes escritores han sabido profundizar como nadie, gracias a su sensibilidad, a su capacidad de observación y a su dominio del lenguaje, en los grandes temas que han preocupado desde siempre al ser humano: el amor, la muerte, la injusticia, las clases sociales, la construcción de la identidad, el sentido de la vida en general. La literatura intenta dar respuesta a la gran pregunta: ¿qué hacemos aquí?
Diversas aproximaciones teóricas al proceso lector han profundizado en la dimensión emocional de la lectura, es decir, en cómo los lectores viven la experiencia de la lectura. La lectura es creadora de sentido, una vía para el conocimiento del mundo y la construcción de la propia identidad, y una práctica liberadora. Estas constituyen las principales dimensiones de la experiencia lectora (Sanjuán, 2013).
La reivindicación de la dimensión emocional de la lectura literaria se enmarca en una revalorización general de los factores emocionales del aprendizaje. A pesar de la evidente repercusión de las emociones en el proceso educativo, las variables afectivas del aprendizaje han sido tradicionalmente menos consideradas que las variables cognoscitivas. Psicólogos del aprendizaje como Gardner (1983), Sternberg (1988), Goleman (1995), Shapiro (1998) y Bisquerra (2009), entre otros, han reforzado la idea de que un estado emocional favorable hace más eficaz la organización cognitiva. Pero la educación emocional no debe tener solo una función instrumental, sino que debe ser por sí misma objeto de atención educativa. La educación debe promover el desarrollo integral de los individuos, que incluye capacidades cognitivas, pero también habilidades sociales, emocionales, estéticas, de desarrollo físico, etc.
Si la dimensión emocional es relevante en cualquier situación de aprendizaje, lo es de una manera especial en lo que afecta al aprendizaje lector y literario, y ello en una doble relación mutua:
1. La que se refiere al papel que las emociones y características socioculturales del niño o joven lector pueden desempeñar en el aprendizaje literario, en el proceso mismo de lectura literaria, al interactuar con el texto para producir el sentido.
2. La que se refiere al papel que la literatura puede representar en la construcción de la identidad personal y el desarrollo de los individuos en sus múltiples facetas vitales, afectivas, estéticas y éticas.
En cuanto al primer aspecto, debemos ser conscientes de que la interacción literatura-lector pone en juego todo lo que el lector es, no solo sus habilidades cognitivas como lector, sino su intertexto vital (Sanjuán, 2013): sus experiencias personales, sus miedos, sus deseos, su capacidad de imaginar, sus recuerdos, y todo ello a través de un uso peculiar del lenguaje que pretende, sobre todo, afectarle, llegarle a lo más íntimo. Parece fundamental que el maestro, el bibliotecario o el profesor de literatura sepan formular las preguntas adecuadas para estimular la conexión entre los textos y las experiencias vitales de los lectores. Solo estimulando esas respuestas lectoras personales y creativas se puede aspirar a construir competencias lectoras y lectores autónomos.
Si atendemos a la segunda posibilidad de interacción entre la literatura y el lector, la que se refiere al papel que la literatura puede representar en la construcción de la identidad de los individuos, la educación literaria puede contribuir enormemente a los cuatro ámbitos del desarrollo humano asociados por la UNESCO a los grandes fines de la educación: aprender a conocer, aprender a ser, aprender a hacer, aprender a vivir (Informe Delors, 1996). Algunos grandes psicólogos (baste mencionar las conocidísimas obras de Vygotsky, 1930, o Bruner, 1986) han destacado el papel fundamental de la imaginación, y más concretamente de la ficción literaria, en el desarrollo del psiquismo del individuo, con especial relevancia en las etapas de formación (infancia y adolescencia), en las cuales las ficciones literarias suponen una ayuda insustituible para interpretar la compleja realidad social y cultural. Como complemento de esta perspectiva, el psicoanálisis nos ha permitido comprender los procesos morales, intelectuales y emocionales, tanto conscientes como inconscientes, que la literatura desencadena en los receptores. Los lectores desarrollan toda una actividad psíquica al leer, se apropian de lo que leen y deslizan entre las líneas del texto sus deseos, sus fantasías, sus angustias. A través de la literatura el niño o el joven comprende que los deseos o temores que le angustian han sido experimentados por otros, que han puesto en palabras lo que se vivía de manera difusa, como mostró Bettelheim (1976).
Más recientemente, con la finalidad de investigar en cómo lee realmente la gente, la sociología de la lectura y la etnografía de la lectura han utilizado instrumentos como las entrevistas abiertas y las historias de lectura de lectores “corrientes” (cf. Bahloul, 1998; Peroni, 1998; Petit, 1999, 2001, 2015; Argüelles, 2003, 2005; Manke, 2013). Otra fuente de información son los testimonios autobiográficos de algunos escritores que rememoran el descubrimiento del lenguaje literario y el poderoso papel que ejerció la literatura en la construcción de su personalidad (cf. Sanjuán, 2007; Sanjuán y Senís, 2017). Todos estos estudios revelan que la lectura es un potente instrumento para el aprendizaje, pero también una fuente de placer, disfrute, fantasía y evasión, así como una vía para el conocimiento de la realidad y de uno mismo. Las preferencias de los lectores se dirigen, en general, hacia aquellos textos que les permiten encontrar patrones de comportamiento aplicables a su propia vida, aunque no siempre los textos más cercanos a la experiencia del lector son los que le ayudan a construirse. Lo que distingue a unos lectores de otros es el tipo de experiencias a las que sean sensibles, además de las diferencias ligadas a los registros léxicos y sintácticos que pueden llegar a comprender.
Estas investigaciones sobre la experiencia lectora de personas concretas pueden contribuir decisivamente a una renovación de la educación lectora, al permitirnos profundizar en la dimensión vital de la lectura, en cómo los textos afectan al lector, le dejan una huella profunda y contribuyen a su conocimiento del mundo y a su construcción como individuo. Desde la perspectiva educativa, esta función humanizadora de la literatura alcanza dimensiones éticas, sociales y hasta políticas. El niño o adolescente que aprende a construir un sentido para los textos literarios está adquiriendo a la par una sólida percepción de la experiencia humana, ya que la literatura presenta complejas situaciones y emociones humanas que no se pueden comprender con explicaciones simplistas o estereotipadas. La experiencia literaria puede llevarle a reinterpretar su sentido de las cosas a la luz de las nuevas formas de pensar y de sentir ofrecidas por la obra literaria.
Lamentablemente, el componente emocional de la educación literaria está muy desatendido en nuestra tradición docente. En su acepción más trivial se traduce en unos planteamientos didácticos y una política editorial que buscan que el lector disfrute de una lectura sin dificultades, “a su medida”. Una pedagogía de la lectura basada en esta acepción simplista del placer de leer puede conducir a los mediadores a una selección de textos basada en el facilismo, tanto del lenguaje como de los temas o los géneros, que aproxima las lecturas a los gustos que los receptores infantiles o juveniles manifiestan en sus lecturas personales, lo que les puede impedir avanzar en un proceso lector de más calado. Tampoco es preciso —ni deseable― que de manera explícita la literatura para niños o jóvenes intente abordar tal o cual emoción como eje temático de la trama de ficción. Ello supondría dirigir la interpretación del lector hacia un mensaje único, predeterminado, y convertir la literatura infantil y juvenil en una literatura de tesis, algo que ha sucedido en demasiadas ocasiones y que, en gran medida, la ha despojado de la característica esencial del acto lector: la libertad.
Las reflexiones precedentes pueden tener implicaciones importantes no solo para la educación lectora y la creación de hábitos de lectura, sino para la educación integral de niños y jóvenes. La literatura abre unas ricas posibilidades educativas que implican un replanteamiento de la función de los mediadores y de las prácticas de lectura literaria. Cualquier proceso de mediación entre la literatura y los receptores debe partir de la firme convicción de que cada lector, no importa su edad, es único en su proceso de interpretación, y que las emociones transformadoras que la lectura literaria puede desencadenar solo se producirán cuando ese lector individual se sienta libre para moverse en el espacio íntimo e intransferible que se crea entre el texto y su experiencia vital.
Esta manera de concebir el proceso de lectura literaria, que va de la respuesta emocional al pensamiento reflexivo, puede apoyarse en unos procedimientos didácticos tan sencillos como eficaces. Una selección de textos variados en cuanto a géneros, temas, formatos y estilos, puede facilitar ese encuentro feliz, siempre imprevisible, entre obras y lectores, cuidando siempre, eso sí, de ofrecer obras de calidad y evitando los didactismos de nuevo cuño que dirigen al receptor infantil o juvenil hacia unas interpretaciones simplistas y prefijadas. En segundo lugar, como ha mostrado magistralmente Aidan Chambers (2007), un proceso de construcción conjunta mediante la conversación y el debate sobre lo que se lee es clave para posibilitar una interpretación más profunda de los textos, proceso en el que resulta fundamental que el mediador preste atención a las respuestas lectoras de los receptores. Un tercer ingrediente lo constituye la realización de cuidadosas lecturas en voz alta por parte de los mediadores, con toda la expresividad de la que sean capaces; esas lecturas restituyen muchas veces al texto literario, sobre todo al texto poético, la afectividad, los matices expresivos que a veces el joven lector no sabe darle en su lectura silenciosa. Por último, no hay que olvidar la importancia de que los lectores en formación experimenten la creación literaria o, al menos, el juego con el lenguaje; ello facilitará el desarrollo de su sensibilidad estética y la capacidad de percibir los textos literarios como usos elaborados del lenguaje.
Las bibliotecas ofrecen un contexto privilegiado para estos procesos de lectura en libertad. Pensar la educación lectora más allá de la escuela y entenderla como “proyecto cultural” puede producir unos efectos transformadores no solo en los individuos, sino en las comunidades. Las bibliotecas, capaces de crear numerosas dinámicas de tipo cultural, constituyen auténticos núcleos para estos procesos de transformación comunitaria. Son múltiples las fortalezas que las bibliotecas aportan: la mayor facilidad para crear interacciones entre las personas implicadas en la educación lectora en un contexto concreto; la posibilidad de crear espacios compartidos por personas de distintas edades e intereses; la relevancia de asociar la educación y la lectura a objetivos de carácter social y cultural. De este modo, la educación lectora y literaria en contextos bibliotecarios se configura como un mundo lleno de posibilidades, esencial para el desarrollo de las comunidades a las que atienden.
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Referencias bibliográficas
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