Córdoba Califal. Año 1000 - page 13

abre, sólo al que conoce, la expresión cerrada y lejana
de los rostros. No aceitunados, sino de una morenez
rubia, como dorada, anaranjada casi: luminosa. De un
moreno no nacido, sino hecho del sol y de las aguas
lentamente, amasado, amoroso.
Vuelven por el puente… Miran siempre a los ojos. Al
cruzarse, al hablar, se miran a los ojos. De un modo
natural, lleno de gracia. Es aquí descortés y de mala
conciencia abatir las miradas, entre las que “salta el
amor como una alondra súbita”. No son negros sus
ojos, sino melados. Su belleza está en la fuerza y el
brillo; no en el color, en el tamaño ni en la forma. Y, a
veces, en un cerco lívido, casi de sufrimiento, casi de
lujuria, que los rodea y ahonda. Por el puente… Es por
su puente por donde vuelven.
Todas las caras han tomado un resplandor cobrizo.
Como si el sol incidiese en una plancha de metal rojo
y reflejase en ellas. Hay un segundo de alegre sorpresa.
Todo parece anegarse en zumo de naranja. Luego, va
a anochecer con una resignada uniformidad. El agua,
distraída, nos mira apenas, pero pasa de largo. No es
que el sol se acueste en el poniente, mientras el levante
va ya oscurecido. Es más bien el descenso de un paño
sobre la ciudad y sus horizontes. Y es por esa lumino-
sidad de la noche, que sustituye a la otra del día pero
deja, de otra manera, alumbrado el paisaje. Como la
Sulamita del
Cantar de cantares
, oscurecida por el sol.
De la misma manera que se conserva, en paredes y
suelos, este calor del día hasta la madrugada, también
la bendita agua del río conserva algo del restallante
deslumbrar del sol.
Muy cerca, en el Patio de los Naranjos que alegra la
Mezquita, la divina Azahara conoció a Abderramán III,
el primer califa de Occidente, que llenó su ciudad de
maravillas: de un millón de habitantes, de 800 mez-
quitas y 600 casas de baño, de amor y de alegría, de
los mejores filósofos, poetas, músicos y creadores del
mundo. Y construyó muy cerca la Medina Azahara,
bajo cuyos suelos corría el agua de 38 formas dife-
rentes, para producir el sueño, el frescor, la alegría,
prolongando el deseo de vivir. Y llenó la Sierra More-
na, que veo desde aquí, de almendros, que en enero,
floridos, blanqueaban. Así Azahara no echó de menos
la nieve de su Sierra Elvira. Por eso se llamó el Yebel
Alarús, el Monte de la Amada.
Esta es una ciudad, ceñida por el cíngulo del río, en
que casi nada es lo que parece. En el Camposanto de
los Mártires, que ahora veo, creíamos que sus restos
se enterraban. Se hicieron devotas excavaciones. Lo
que se descubrió allí no eran reliquias, sino unos baños
árabes, donde la carne se limpiaba, perfumaba y acari-
ciaba sin pensar en la tumba.
Estamos los que estábamos. Nada puede cambiar. Vaya
al sitio que vaya, Guadalquivir mi corazón se llama.
Antonio Gala
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CÓ R DO B A C A L I FA L . A ÑO 1 0 0 0 [
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Guadalquivir
mi corazón se llama
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